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El son jarocho: música, fe y comunidad como ofrenda a la Virgen de Guadalupe
La música ha sido, históricamente, una de las expresiones más poderosas de la fe y la identidad cultural. En las celebraciones dedicadas a la Virgen de Guadalupe, el son jarocho adquiere un significado especial: no solo acompaña la devoción, sino que se convierte en una auténtica ofrenda comunitaria.
En entrevista, un músico jarocho nos comparte cómo esta tradición musical nace de raíces humildes y colectivas, y cómo su esencia sigue viva gracias a la participación de la comunidad. “El son jarocho es una música que se construye entre todos. Es nuestra manera de conectarnos, especialmente cuando estamos lejos de casa”, explica.
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Aunque nacido en la ciudad de Nueva York, creció en Martínez de la Torre, Veracruz, donde se encuentran sus raíces familiares. Paradójicamente, fue lejos de su tierra donde comenzó a tocar son jarocho, impulsado por la necesidad de reconectar con su identidad. La música se convirtió en un refugio emocional y en un puente para reconstruir el sentido de hogar. “Aunque no tenía a mi familia de sangre cerca, se formó una familia muy linda alrededor de esta música”, comparte.
Para él, ofrecer son jarocho a la Virgen de Guadalupe es un acto de servicio. Así como los fieles llevan flores o veladoras, el canto se presenta como una forma viva de devoción. La música deja de ser espectáculo y se transforma en un acto colectivo, donde todos son parte de la ofrenda.
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Los instrumentos que conforman esta tradición reflejan la riqueza cultural del son jarocho. La jarana, la leona y la tarima tienen herencias africanas, europeas e indígenas, fusionadas en una sola expresión sonora. La tarima, en particular, ocupa un lugar central, ya que no solo es un espacio para el baile, sino un instrumento más que aporta ritmo y energía a la celebración.
El son jarocho no se limita a escucharse; invita a participar, a bailar y a convivir. Es una música que abraza, que reúne y que recuerda a quienes están lejos de su tierra que no están solos. En cada verso, cada zapateado y cada acorde, se reafirma la identidad y se fortalece la comunidad.
Más allá de una tradición musical, el son jarocho se mantiene como un espacio de encuentro, resistencia cultural y expresión de fe, cruzando fronteras y generaciones, y recordándonos que la música también puede ser un acto de amor y servicio.
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